En tiempos de cambio a nivel nacional, donde Tucumán sigue estancado en un escenario político arcaíco, la batalla cultural se perfila como la única solución posible.
El Gobierno Nacional sacudió el tablero político y descolocó a gran parte de los actores partidarios. Es propio de la actualidad ver a viejos dirigentes tratando de mutar y despojarse de su pasado para subir al barco violeta de la libertad. En este contexto, Tucumán no es la excepción, muchos buscan cambiar de color camaleónicamente para seguir enquistados en el poder, lo cual no representa una transformación real. Para impedir esto, modificar figuras y prácticas, es necesario dar la batalla cultural.
Durante varias décadas, Tucumán sufrió de una multiplicidad de problemas políticos, institucionales, sociales y económicos, los cuales encuentran sus causas en las mismas raíces de siempre: corrupción, negocios turbios, cajas negras llenas de aportes de contrubuyentes que son repartidos en una pequeña mesa de poder, impunidad, mafia, incapacidad de crear nuevos líderes -muchas veces los que se crean terminan siendo absorbidos por el sistema fraudulento-, nepotismo, acomodo y una innumerable lista de descalificaciones para la política tradicional. Todas estas, en el orden que sea, son igualmente nefastas.
Las prácticas de antaño siguen dominando el escenario político en Tucumán, más allá de la notable mutación del esquema político nacional. Esto hace que los mismos nombres de siempre se repitan una y otra vez en las disputas electorales, los nombramientos y designaciones. Todos rotan de cargo en cargo, todos son alérgicos al sector privado y tienen un solo fin: acumular poder y riquezas.
El ideal de “bien común”, tal cual lo planteaba Aristóteles hace siglos, quedó en los libros y en el mundo intangible de las ideas. La búsqueda del interés público y la promoción de la participación ciudadana es ignorada por un cerrojo oligárquico que encuentra su versión embrionaria en la militancia joven de los partidos políticos, los cuales terminan dando a luz hombres corruptos hambrientos de poder que no representan en lo mínimo los intereses ciudadanos.
Platón decía que “el precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores”; sorprendente y efectivamente vaticinaba el presente tucumano desde el siglo V antes de Cristo. La apatía política y la decepción por el accionar de la clase gobernante llevó a que el tucumano califique la gestión pública con mucho conformismo y precariedad, reduciendo su análisis a un “roba, pero hace”.
Estos 40 años de supuesta democracia fueron una pasarela por donde se exhibieron las mismas caras, los mismos apellidos, las mismas familias y prácticas. Mientras mostraban los lujos conseguidos a costa del pueblo, este aplaudía y celebraba sin cuestionamientos, tan embobados como un hombre posmoderno con la alteración de la realidad. Parece todo orquestado por una élite gobernante que nos quiso y nos quiere sumisos, ignorantes y desinformados.
Si continuamos haciendo comparaciones históricas, podemos decir tranquilamente que el caso tucumano es propio de una monarquía teocrática. Se preguntarán ¿Por qué? Si elegimos cada cuatro años. Pero nunca se cuestionaron a quienes, por qué y de qué manera elegimos. Las monarquías se caracterizan por la sucesión de padres a hijos o esposas y la teocracia por el culto a una deidad representada por un hombre de carne y hueso. Puede decirse que estas son las dos caras de una misma moneda: la ficticia democracia tucumana.
Parece ser que las creencias en una deidad sobrenatural fueron desplazadas por las creencias en una deidad terrenal; la religión fue reemplazada por las ideologías políticas, los dioses por líderes políticos y los discípulos por militantes. Todo lo que dice el líder es incuestionable y la biblia es la doctrina.
Tucumán se resumió en lo siguiente: el Dios de carne y hueso, aquel que soluciona todo y fue el elegido para salvar la nación (Perón), dejó sus discípulos para que prediquen su palabra y garanticen la paz social. Nadie puede ocupar ese lugar -gobernante-; solo ellos, los elegidos, los que se alimentan de la devoción y el culto a la persona.
No toquen a los “mellizos” Orellana en Famaillá; a la familia Leal en Burruyacu; no se les ocurra intentar desplazar a los Rodríguez en La Cocha, los Serra en Monteros ni mucho menos a los Monteros en Banda del Río Salí (solo por nombrar unos cuantos). No los quiten de allí, porque solo ellos, saben cómo garantizar el bien común. Sus calles son de barro, el pueblo no tiene gas ni cloacas, algunos todavía carecen de agua potable y las inversiones privadas y el empleo no llegan nunca. Sin embargo, ya van a llegar, solo necesitan más tiempo, estas décadas no fueron suficentes. (ironía)
Poca sería la ilusión y mucha la apatía política si no estaríamos viviendo un giro cultural significativo, donde las ideas están por sobre el hombre y la gestión sobre el apellido.
El Gobierno Nacional está intentando dar una “batalla cultural”. Un cambio necesario para el progreso de los pueblos y ciudades. Cada uno de los habitantes debe “despertar” y empezar a exigir a sus gobernantes que hagan su trabajo, el cual se basa en cosas tan simples como la transparencia y la buena administración de recursos.
Los gobernantes ejercen el poder en todas sus formas: manipulación, persuasión y coerción si lo analizamos bajo una perspectiva Weberiana. No obstante, nosotros tenemos en nuestras manos la soberanía, nosotros dotamos de legitimidad a quien queremos que realmente nos gobierne, el poder del voto puede quitar del trono a cualquiera que se crea intocable y se desplace un mínimo centímetro del bienestar general.
La metamorfosis política y social es imposible sin que antes se libre una batalla cultural que rompa esquemas desgastados, ineficaces y corruptos. Los ciudadanos no son conscientes del poder que tienen, y es un tarea difícil, pero no imposible, lograr que hagan uso de esa herramienta democrática mal utilizada a causa del sometimiento estatal basado en la dependencia y la amenaza, con prácticas detestables como el clientelismo, los aprietes y la fidelización forzosa del electorado.
Las herramientas de democratización de la opinión pública, como los celulares y las redes sociales, deben formar parte de esta revolución cultural, de esta batalla a la cual estamos llamados a desatar con el objetivo de vencer en la cantidad de esferas de poder que sea posible. Todo está en nosotros y nuestra voluntad; estás de un lado (corrupción, clientelismo, nepotismo, delincuencia) o estás del otro (renovación, transparencia, libertad y democracia). No hay punto medio, el escenario es dicotómico y tajante. Sin grises, sin tibieza, solo con coraje.
Enzo Ferreira